Una polizona en el tren de hierro. Hacia las entrañas del Sahara en el tren mas largo del mundo

Casi todos mis viajes largos tienen una razón de ser. Un fin.
«Encontrar aquél barco encallado en la orilla, ver esa kasbah que descubrí en un libro antiguo, probar un plato típico, atravesar esa carretera interminable, subir de polizona en el tren de hierro, aprender sobre la cultura de una etnia determinada, estar con amigos sin mas, ver la vida pasar, perderme, desconectar…»
En el el camino ocurre todo lo demás.

 

De Mauritania tenía algún objetivo por cumplir, pero la realidad es que llegamos aquí porque a punto de salir nuestro vuelo de Marruecos a Cabo Verde, nos negaron el embarque.
Fronteras.

Luego, cuando el único rumbo posible era por tierra hacia el sur, Mauritania quedó como la única posibilidad, pero no por ello menos deseada.
Al nombrarla, mi mente sugería nombres que otras veces soñé, pero que aún veía lejos de cumplir… Chinguetti, el ojo del Sáhara, el tren de hierro…
El tren de hierro…
Ese que ya cruzó frente a mi aquel 2014 cuando viajaba rumbo a Senegal. «algún día atravesaremos juntos el desierto» le prometí en secreto sin saber muy bien si lo podría cumplir. Y continué hacia el sur. Esta vez no podía o no debía ser.

Dos años después, se cruza, literalmente, en mi camino, justo cuando entrábamos en el país. Nos obliga a detenernos para dejarle avanzar… Para observarle lento y pesado. Paciente. Poderoso…
«Aquí sigo, besando el mar para volver a sumergirme en las entrañas del Sáhara»
Mi corazón palpita fuerte, el deseo intenso de viajar con él vuelve a resurgir, pero esta vez, mas cercano que nunca, viene de la mano de la duda y el miedo.
Quizás es simplemente la emoción de algo nuevo que está apunto de pasar. Solo si yo hago que ocurra. Solo si soy capaz…

De momento lo saludo embelesada «nos volvemos a encontrar» y seguimos rumbo a Nouadhibou Pero yo ya planeo en secreto el reencuentro…

Tomé el vídeo nada más llegar a Mauritania, a escasos metros de la frontera.
Después de deambular por Nouadhibou, atravesar carreteras desérticas, la persecución terrorista, los días en Terjit, Chinguetti, Atar… y otras innumerables e innombrables experiencias más, estaba apunto de ocurrir lo inevitable…
Más de 100 fucking vagones rugiendo hacia el interior del Sáhara! Joderrr!

 

 

El Tren de Hierro

 

Tren de hierro. El tren más largo del mundo

 

Habíamos llegado a Choum con el único fin de abordar el tren de Hierro en su trayecto desde Nouadibou hasta las minas de Zouerat, en el interior del desierto, frontera con el Sáhara Occidental.
Zona roja para los gobiernos extranjeros por considerarse una región insegura.

El objetivo principal era subir de polizones en uno de los vagones de carga, vacíos, que se dirigían al interior del desierto, para regresar, días mas tarde, encaramados en el mismo vagón, esta vez sobre el cargamento de hierro en polvo que transportan hasta el puerto para comerciar.

En el recorrido previo llevábamos recopilada alguna información que se agolpaba en mi mente formando una maraña de ideas: «no subir a los últimos vagones» «cuidado que no haya bombonas dentro» «si hay otros paisanos mejor» «algún tren no llega hasta la ciudad de Zouerat, se queda kilómetros antes, en las minas. En la NADA», «abordad el tren que lleva un vagón de pasajeros», «tenéis que subir muy rápido», «siempre es mejor preguntar»…..

El sol ardía sobre nuestras cabezas, 45°C en medio de una polvorienta llanura donde se alzan las casitas de adobe de una sola planta que conforman la ciudad.

Aún debíamos esperar la madrugada en la que haría presencia el tren de hierro en el silencio de la noche, para apresurarnos a subirnos en él.
Preguntamos a algunos paisanos un lugar seguro para dejar el 4×4 durante nuestra ausencia y nos recomendaron acudir a la comisaría de policía, frente a las vías del tren.

Mientras esperamos la llegada del comisario, un grupo de niños juguetean a nuestro alrededor y acarician el vello de mis brazos como si fuera la primera vez que ven algo igual.

 

 

El policía nos recibió amable y cordialmente, repitió la matrícula de nuestro coche de memoria, y conocía todo nuestro recorrido anterior paso por paso, algo me que hizo sentir segura e insegura al mismo tiempo.
Nos dió permiso para aparcar nuestro 4×4 junto a la comisaría y nos deseó buen viaje.
Solo quedaba esperar tumbados en el maletero abierto del vehículo, dando alguna cabezada.
Ciertamente, estaba bastante nerviosa por lo que estaba por venir…

 

*****

 

Son las 3 de la madrugada y merodeamos los alrededores de las vías del tren tratando de encontrar algún local con nuestra misma intención.
Abordar el tren de polizón es una práctica habitual usada por muchos mauritanos para comerciar.
Transportan pescado y bienes del mar al desierto. Y cabezas de ganado de los nómadas del Sáhara en dirección opuesta.
Esa noche parecía no haber nadie en una ciudad fantasma que dormía desde hacía varias horas, gobernada por la oscuridad.
Junto a la pista que cruza de un lado al otro de las vías, vemos una silueta agazapada a tan solo unos metros de nosotros.
Un hombre, que viste pantalón marrón, está acuclillado en la usual postura en la que se acomoda la gente en prácticamente cualquier país africano.

 

 

Nos acercamos lentamente. Largo saludo de cortesía en árabe y preguntamos por el tren.
El hombre responde escueto pero con amabilidad. El tren no tardará en llegar, y como nos habían informado es el que debemos abordar.
Entonces se incorpora y sus piernas marrones se convierten en negras al subirse el pantalón.
Avergonzados, descubrimos que aquél hombre que parecía estar esperando el tren, simplemente aprovechaba la oscuridad de la noche para cagar en medio de la nada, hasta que dos extranjeros llegaron para importunar.
Desconozco si terminó la faena o se la interrumpimos nosotros, de cualquier forma, actuó tranquilo y con total naturalidad.

Nos apartamos de allí discretamente, muertos de vergüenza por nuestra torpeza y de risa por la situación.
Cómo pudimos olvidar que en el desierto es una costumbre, la mar de habitual, encontrar en la noche a personas a las afueras del pueblo haciendo sus necesidades…

«Chas, chas, chas….» Un lejano rugido metálico nos distrae con su cadencia… Avanza…. Se acerca….
Las luces del tren irrumpen en la oscuridad.
Mi corazón palpita muy fuerte…

 

 

Las luces avanzan despacio pero determinantes rasgando la oscuridad y rugiendo fuerte al chocar un vagón contra otro.

 

De la nada parecen salir personas escupidas por la noche que se acercan a las vías del tren.
Vemos sus siluetas a lo lejos, perfiladas por las intensas luces que pasan junto a nosotros y continúan avanzando.
Un fuerte chirrido de frenos hace detener la locomotora y de un latigazo van frenándose, uno a uno, los más de cien vagones que porta.
El último, único vagón cerrado, destinado a un puñado de personas apiñadas, se completará con los pocos pasajeros que esperen en el lado de las vías opuesto al nuestro, a cientos de metros de distancia. Tan pronto como suban y bajen los viajeros con billete, el gigante de hierro avanzará, ignorando las necesidades de los polizones a bordo de los vagones de carga.

 

Corremos con todas nuestras fuerzas para alcanzar a algún paisano y encaramarnos a una de las vagonetas con él, pero, las pocas personas que hay, van desapareciendo absorbidas por la oscuridad y de lejos en la mas absoluta negritud no acertamos a adivinar a qué vagón subieron.
A otros los vemos de lejos acercarse al tren y retirarse segundos después hacía el pueblo, con alguna caja esputada desde las profundidades del vagón.

 

Jadeo agotada tratando de seguir el ritmo de Kada, ya casi hemos alcanzado el final de aquella serpiente de hierro y siento que no tengo fuerzas para continuar.
Es ahora o nunca. Debemos subir sin mas demora a un vagón o el tren continuará su marcha y nos dejará en tierra, o peor, nos sorprenderá tratando de subirnos a él.

Elegimos uno al azar y nos encaramamos a tientas, agarrandonos de cualquier saliente con fuerza hasta alcanzar la escalerilla que facilita la subida.

Saltamos al interior y nosotros también somos tragados por la oscuridad.

«Chas chas chas….» El mastodonte cruje advirtiendo que continúa su inaplazable marcha al interior del Sáhara.

 

 

 

Todavía respiro con dificultad debido a la carrera.
El tren arrancó y con su movimiento empezaron a flotar los pequeños restos de partículas de hierro en polvo que entran por todos los orificios de mi cuerpo y se adhieren a mi piel tiñéndola de negro.
Un ataque de tos me dificulta, aún más, la respiración. Siento que me ahogo y no puedo respirar y me veo en los titulares de todos los periódicos «turista extranjera muere asfixiada (por gilipollas) al respirar hierro en polvo tras haberse colado en el tren de carga que atraviesa el Sahara»
Pero mi mente paranoica, que también tiene su lado cuerdo, llama al la calma. «Total, si sobreviví a la persecución terrorista, también lo haré a la asfixia por esnifar hierro» y la respiración se va restableciendo paulatinamente.

Allí dentro no podemos hacer mas que aguardar al amanecer para deleitarnos con el paisaje.
Kada elige descansar un rato. Extiende un saco de dormir en el sucio suelo y en menos de 5 minutos, mecido por el vaivén del tren y respirando el olor a orín que baña las esquinas del vagón, se queda dormido.

 

A mi me domina la excitación y deambulo por la plataforma vacía de un lado a otro, hasta que, horas mas tarde, comienza a clarear, un rato antes de que el sol haga su aparición por el infinito horizonte sahariano.

Asomada a los bordes del vagón, me deleito con ese paisaje solitario y vacío con la capacidad de hacer rebosar mi alma.
En la lejanía de los vagones previos, veo aparecer algunas cabecitas de otros polizones compañeros de ruta, lavando su cara con el viento del desierto.

Horas mas tarde, el tren se detiene nuevamente en la que será su segunda y penúltima parada después de un día completo de marcha sin descanso.

Hemos llegado a las minas de Zouerat y contemplamos confusos como el tren se divide en dos, quedando nuestra mitad varada sin locomotora guía.
Desde los otros vagones que ahora han quedado colocados en paralelo a nosotros, varios hombres que visten turbante y chilaba nos hacen gestos para indicarnos que abandonemos el nuestro y subamos rápidamente a la única parte del tren que continuará hasta la ciudad.

 

 

Nos apresuramos a bajar del vagón, pasar por debajo de sus vastas articulaciones de hierro rezando para que no reanude la marcha en ese justo momento y nos encaramamos al nuevo vagón, esta vez ocupado por otros viajeros.
El tren continúa y finaliza el trayecto en Zouerat, aquella polvorienta ciudad varada en medio del Sáhara que nos dará cobijo los próximos días hasta la salida de un nuevo tren cargado de hierro, de vuelta al mar.
Antes de bajar, ayudamos a los comerciantes clandestinos a lanzar sacos de cebollas y harina procedente de Marruecos, con el fin de venderlos en el mercado.

 

 

 

*****

 

ZOUERAT

 

 

En una cochambrosa habitación, de un edificio viejo, un ventilador cansado movía el aire caliente mientras mi cuerpo luchaba contra el cansancio y la fiebre.

Zouerat no era mas que un nombre en el mapa.
Una cama para descansar de los cientos de kilómetros de desierto sin gps, ni coordenadas.
Vagamos por sus polvorientas calles, charlamos con sus gentes.
Conocimos historias de supervivencia, aprendimos códigos culturales desconocidos que se nos desvelaban para poder viajar de forma mas respetuosa y consciente, para recordarnos que lo aprendido no es siempre lo adecuado en cualquier lugar.

Hicimos nuestro el sentimiento de abandono de un pueblo vecino, que en realidad se siente país sin derecho a nombre en los mapas.
Nos advirtieron que nos cuidáramos en esas tierras sin ley donde el contrabando y el terrorismo acechan tras las acacias.
Y enfermé.
La fiebre me hizo frenar. Parar para coger fuerzas y esperar la salida de un nuevo tren de Hierro que me llevara de vuelta a lomos de su carga.

En una cochambrosa habitación, de un edificio viejo, un ventilador tan cansado de calor y polvo como yo, movía el aire incendiado mientras mi cuerpo luchaba contra la fiebre.

 

 

*****

 

DE NUEVO, EL TREN

 

 

El taxi frena junto a las vías vacías del tren. Pagamos al taxista y se marcha recomendándonos preguntar a las personas que también esperan allí, para saber cuándo llegará.
Un grupo de chicos adolescentes rodeados de cajas vacías charlan animadamente. Los saludamos en árabe y nos sentamos en el suelo, junto a ellos.
El tren irrumpe horas después en el horizonte. Los montículos del hierro que cargan sus vagones sobrepasan sus bordes.

 

 

Uno de los chicos sube para tocar el hierro en polvo y cerciorarse de que está mojado. «Eso significa que el tren va hacia Nouadhibou. Lo mojan para que no se vuele todo por el camino» nos explica.

Con la parsimonia que caracteriza la personalidad de las almas del desierto, acostumbradas y resignadas a largas esperas, subimos todos a un mismo vagón y nos acomodamos sobre el hierro. Nuestra presencia, lejos de incomodarles, les agrada. Me pregunto si en mi país, cualquier persona recibiría del mismo agrado a un viajero con nuestro aspecto desaliñado sin cambiarse de sitio o sentirse importunado. Me acuerdo de los transportes semi vacíos con personas salpicadas por todo habitáculo, buscando su rinconcito de soledad.
Aun pasarán 3 horas más, bajo un impertérrito sol, hasta que el tren arranque.

A lo lejos observamos algunos viajeros solitarios subir a otros vagones.

Cerca de nosotros unos pastores carga un rebaño de cabras lanzandolas como sacos de patatas.
Cierro los ojos como queriendo acorazar mis entrañas. De esta forma, trato de protegerme ante las escenas que me toca presenciar, hirientes y desafiantes a la sensibilidad de alguien que nació en un entorno privilegiado, sin necesidad de sobrevivir, y con el tiempo de preocuparse y reflexionar sobre el maltrato animal.
Ya llevo años de errancia y experiencias en carne ajena y también propia. Pero hay cosas a las que una no termina de acostumbrarse nunca.

 

 

Observo la escena, sin juzgar, como me enseñó el camino.
Las veo siendo apiñadas, en volandas, una a una.
Balan resignadas, y se acomodan, como pueden, en el pequeño espacio cedido.

 

 

 

Horas después el tren comienza la marcha.
El latigazo al arrancar se propaga, uno por uno, a través de los mas de 100 vagones del tren de carga mas largo del mundo.

Comienza también la camaradería.
Paquetes de galletas y patatas pasan de mano en mano completando la ronda de personas que compartimos viaje. No importa si nos conocemos o no, todo se comparte bajo el sol sahariano, a lomos del viejo tren, y todo es posible sobre él, desde cocinar o preparar té, a cambiar de vagón para estirar las piernas, orinar o echar una cabezadita mecido por el traqueteo.

El agua es obligatoria, pues hasta que la noche nos traiga un soplo de aire fresco, el calor nos deshidratará sin miramientos.
El grupo de chicos lleva un bidón de plástico del que beben sirviéndose con una jarra. Ésta, sin embargo, mucho mas preciada que los sólidos, se administra y dosifica con mayor cuidado y respeto.
El mismo respeto que se ha que tener al desierto, donde una avería, en medio de la nada, puede suponer la muerte.

Una oveja bala moviendo la cabeza de un lado al otro tratando de seguir con la mirada el paso del tren.
Se cayó de algún vagón delantero donde viajaba hacinada con varias decenas mas.
Imagino a un nómada frotándose las manos y relamiéndose visualizado la cena de esa noche, como si aquel cordero fuera un regalo del cielo que festejar. Y quizás lo es.
La delgada linea entre vivir y sobrevivir, en el desierto.

 

 

De tanto en tanto, restos del esqueleto de algún dromedario despistado, son testimonio del atropello.

Vuelan las palabras mecidas en el aire. Confesiones, anhelos, sueños…
El desierto hermana y ayuda a estrechar la confianza. La empatía y el respeto también.
Historias de vida vienen y van, del mar al desierto, a lomos del tren.
Situaciones difíciles de encajar, vidas errantes, duras… Tanto, que algunas realidades nos hacen enmudecer…

A ambos costado, el desierto se despliega y desparrama hasta el horizonte, árido e imponente.
Acacias solitarias, manadas de dromedarios salvajes.
Silencio.
Solo el metal irrumpe en la pacifica escena… deslizándose lenta y constantemente, con pesada y decidida cadencia…
Entre matojos y arenas.
Entre quietud e inmensidad…

 

Yo cierro los ojos, cojo aire
y respiro.
Respiro la experiencia,
el aire puro del desierto.
Respiro la satisfacción, y el propósito logrado.

Respiro el triunfo y la superación.
El haber dominado, aunque no vencido, un miedo.

Respiro, y huelo,
a hierro
a Sahara,
a sueño cumplido.

 

 

El tren continúa, yo viajo en silencio.
Es mi cumpleaños, lo celebro a bordo DEL TREN DE HIERRO,
«Jamás tendré una celebración tan especial como ésta. Entro en la treintena cabalgando el Sáhara a lomos del tren» me regodeo en mi soliloquio. El destino sonríe paciente y travieso…*

El tren se para, y nuevamente el latigazo se propaga de vagón a vagón hasta frenarse por completo.
Hemos llegado a Choum. Nuestro viaje se acaba. El tren continúa.
Nos despedimos del resto de polizones deseándoles buena suerte de corazón.
Caminamos ya a oscuras hacia nuestro coche, en silencio, digiriendo lo vivido.
Rumiando el hierro en polvo que se adhiere a las ropas, tiñe nuestras pieles, amarga nuestras bocas y enciende nuestros corazones nómadas, siempre siempre, sedientos de aventura…

(En el Sáhara. Mauritania. 29 de junio de 2016, día de mi 30 cumpleaños)
.

* «Al año siguiente, en mi 31 cumpleaños, cabalgo contracciones. Esa misma tarde-noche, parí a mi primer hijo y emprendí el mas grande viaje de mi vida: renacida como madre, 31 años después de convertir yo en madre a la mía. Sincronicidades. Y ahora si, jamás tendré una celebración tan especial como ésta, a pesar de que el tren de hierro estuvo cerca!».

 

Carretera y manta: sin fronteras (transahareando)

Este post forma parte de una serie temática llamada «Carretera y manta: Transahareando sin fronteras»
Empezó con una frontera cerrada y un viaje que se esfumaba, y finalizó con un gran viaje inesperado, salvaje e inolvidable.

Lee las publicaciones en orden aquí:

 

 

Otras experiencias a bordo del Tren de Hierro Mauritano, el tren más largo del mundo:

* Antonio Aguilar, autor del blog «Historias de nuestro planeta», realizó este trayecto en el tren de hierro infinidad de veces y colaboró en la grabación de un documental sobre dicho tren. Puedes leer su experiencia aquí.

* Mi amigo Nelo, otro salvaje aventurero, que escribe en el blog «Viaja o Revienta» también tuvo contacto con la serpiente de hierro. Su experiencia aquí

 

 

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