Chinguetti, cruzando puertas en la Ciudad Sagrada

Después de «haber sido perseguida por terroristas» por el Sahara, no sucumbí al miedo y la paranoia y seguimos adentrándonos en las profundidades del desierto…
Chinguetti es una explosión de arte por todas sus esquinas.
Desconozco si tanto detalle y cuidado se debe a haber sido muy turística y visitada en el pasado…
Hoy no queda rastro de ello, pues esa fama de inseguridad forjada a golpe de guerras tribales, secuestros y hostilidad, arrancó de cuajo el esplendor del que gozaba.
En los días que vagué las arenosas calles de la ciudad no vi un solo extranjero.
Lo que si encontré fue un pueblo amable y abierto, acostumbrado al forastero. Golpeado por la inestabilidad y retroceso del turismo. Con ganas de volver a compartir charlas interculturales tras un vaso de té.
Encontré cientos de puertas, crucé algunas de ellas. Viajé a otros mundos, a otras realidades… Descubrí, me emocioné, me enfrenté a choques culturales que me invitaron a reflexionar…
Aprendí…

Si te quedas por aquí, cruzamos juntxs algunas de ellas…

 

 

Tomando el pulso a Chinguetti, entre amabilidad y choques culturales

Caminábamos con dificultad por las calles arenosas de la ciudad.
En pleno mes de junio y sin haber acabado Ramadán, el calor arreciaba y el ambiente era sosegado…
Avanzamos despacio, pues yo, cámara en mano, no doy un par de pasos sin encontrar algo que llame mi atención nuevamente. Quiero atesorar cada detalle, cada situación, todo estímulo que capta mi mirada…
Estoy en Chinguetti, una ciudad sagrada. Lugar de paso de caravanas transaharianas… Cuna y morada de una de las bibliotecas religiosas mas importantes del mundo musulmán…

Nos cruzamos con varias personas en la calle e intercambiamos conversaciones variadas. Yo les pregunto sobre su cultura, ellos lo hacen sobre nuestra relación. 30 minutos después nos separan.
A mi me agarra de la mano una de las mujeres, y no me suelta hasta llegar a su tienda, una pequeña habitación con blancas paredes encaladas, con coloridos aislantes en el suelo y sacos con todo tipo de productos a granel.

Abre un cofrecillo rojo con tanto misterio que me parece que vaya a mostrarme un tesoro. En el interior, una bolsita de preciado té.
La eterna hospitalidad…
Lo prepara al estilo Saharaui y lo bebemos lento, sentadas en el suelo, mientras me acribilla con preguntas sobre mi vida, nuestra relación, si tenemos hijos…

A Kada le hacen idéntico interrogatorio en la vivienda de una de las personas que lo acompañaban… A pesar de nuestras pintas de viajeros de tercera con poco dinero en el bolsillo y mucho polvo en nuestras ropas… deben de pensar que Kada tiene dinero, pues no, no nos quiere vender nada, pero le insinúan e invitan a un matrimonio polígamo… Él se ríe y rechaza con descaro la oferta sin saber muy bien si era solo una broma o una firme propuesta… medio en broma, medio en serio, por si cuela…

No cuela. Ríen y vuelven a buscarme a la tienda donde yo sigo fotografiando y charlando con mi árabe marroquí «de estar por aquí» y un patoso francés algo españolizado…
De cualquier forma nos entendemos como se entienden dos personas con pocas palabras y menos cosas aún en común, pero mucha curiosidad por lo ajeno.
Antes de despedirnos me pide hacernos una foto juntas.
No volví a verla., Pero conservo esta imagen, y el recuerdo de aquellas horas de charla.

 

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«Para algunos, los que viajan, las estrellas son sus guías» El Principio. Antoine Saint Exupery

 


Elegir atravesar la puerta de la casa de Cheikh, fue el mayor regalo de Chinguetti.

Su pequeño albergue es en realidad un hogar, no solo porque él vive allí, lo es en un sentido mas amplio, lo es porque Cheikh hace de aquel espacio un hogar para el que lo habita, ya sea por unas horas, días o semanas.

El mimo y cuidado con el que nos acogió, la espléndida cena que preparó con la ilusión del anfitrión que desea que sus huéspedes degusten las delicias del lugar, su voz pausada y serena relatando historias de vida propias de un hombre del desierto, criado entre dunas y hamadas, entre sol, arena y viento. Bajo cielos estrellados testigos de una vida de arraigadas tradiciones, pero con la mente abierta y tolerante de aquel que abraza y respeta la cultura y costumbres ajenas, de aquellos que lo acompañan a su paso por la ciudad.
Cheikh, atento y discreto. Prudentemente distante pero siempre accesible, nos robó el corazón.

Su albergue «la Rose des sables» (la rosa de las arenas) se me antoja oasis en pleno Sáhara.
Otro soplo de hospitalidad.

Ya lo dijo «El principio»:
«Fue el tiempo que pasaste con tu rosa lo que la hizo tan importante.”

 

 

En el patio del albergue de Cheikh las estrellas rugen fuerte sobre un negro cielo sahariano.
Tumbados boca arriba, posamos la mirada en ellas, pesados, tras el copioso plato de «leksour» que acabamos de engullir con ganas. Cheikh lo ha preparado especialmente por ser una delicia obligatoria de su gastronomía. Realmente lo es.

Contemplamos en silencio el espectáculo. Me siento privilegiada de poder estar ahí, justo en ese momento, rodeada de Sahara. En buena compañía.

– ¿Viene mucha gente extranjera por aquí, Cheikh?- rompe el silencio mi curiosidad.
– Hace años, mucha. Incluso había una pequeña pista de aterrizaje a la que llegaban aviones cargados de gente, franceses, que venían a conocer la biblioteca, entre otras maravillas de la zona…
Luego… los secuestros de 2009. Después de eso la gente tiene miedo de venir, apenas recibimos turismo ya.

Se ausenta un momento y aparece con un libro entre sus manos que me entrega e invita a ojear.
Es el libro de visitas de sus huéspedes. Empiezo a leer con curiosidad desde las primeras páginas, hace tantos años ya…
Disfruto imaginando historias de viaje ajenas. Analizo la letra, el texto, la fecha, la nacionalidad…
Un goteo continuo de comentarios se sucede durante muchos meses en su época de mayor esplendor. Recabo en un salto enorme en el tiempo en el que no hay absolutamente NADA. Años sin una sola anotación.

«¿Que pudo pasar?»

Puede que se extraviase la libreta y la gente dejara de escribir…
O quizás, tuvo que cerrar el albergue durante años y marchar a trabajar a otro lugar…
Cuánto daño hizo el terrorismo en estas gentes humildes. Vivimos a merced de los acontecimientos que nos rodean…

Me muerdo la lengua y contengo las ganas de preguntar.
Algo me dice que hay respuestas dolorosas que es mejor no desenterrar.

 

 

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Bilad Shinqit, «tierra de Chinguetti»

Acaricio los resecos muros de mampostería con la yema de mis dedos mientras deambulo por el casco antiguo de la ciudad. Al tocarlos voy dando vida a su historia, la recreo mentalmente al pasar…

Por estas calles vagaron peregrinos, nómadas, comerciantes…
Imagino el trasiego de la época, caravanas de dromedarios, mercancías que vienen y van.
Pieles curtidas por la dureza del desierto, manos cuarteadas como los muros de adobe que alzan la ciudad.

Chinguetti conectaba el Gran Sahara con el Mediterráneo, permitiendo el trasiego de de riquezas y mercancías varias de acá para allá.

Además fue punto de partida de peregrinos de la zona, que se dirigían a la Meca, en tiempos en los que el hajj era un viaje de vida largo, sin aviones que burlaran las distancias.

Hoy es Patrimonio de la Humanidad.

Una puerta de madera de acacia se abre. Cheikh nos invita a pasar.
Estamos en la casa de una de las familias que atesoran los bienes más preciados de la ciudad.
Cientos de manuscritos medievales de valor incalculable descansan entre paredes de adobe y piedra, aguardando visitantes de ávida curiosidad.

El guardián de tan preciado tesoro nos muestra varios manuscritos con notorio cariño y entusiasmo, manipulando cada libro con suma delicadeza con sus manos ocultas bajo guantes para proteger las viejas y amarillentas hojas, desgastadas a causa del transcurso del tiempo y de los numerosos viajes de mano en mano desierto a través.

Bilad Shinqit, «tierra de Chinguetti» decía. Así era como se conoció, durante siglos, a la región de Mauritania en el mundo árabe.
Ahora entiendo el porqué.
Tanta riqueza y esplendor en su interior hacía sombra a todo lo demás.

 

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De puertas abiertas

De cualquier forma, para interactuar con la gente en Mauritania, no es indispensable cruzar puertas.
La vida en la calle sucede constantemente.

Los ancianos juegan a las damas, sentados o recostados sobre el suelo, en un tablero pintado en la arena.
Los vendedores de las tiendas, echan la siesta en el umbral de la puerta, y entre sueño y vigilia saludan y charlan con los viandantes…
Algunos niños dirigen originales y rudimentarios coches fabricados por ellos mismos con materiales reciclados...
Otros solo permanecen sentados en el tranco de la puerta viendo la vida pasar.

Por la noche el transito es mayor, la calle explota de actividad. Las personas, con energía renovada tras las calurosas horas diurnas aparecen por cada esquina, y en los patios de las casas, los vasos de té corren de mano en mano, entre conversaciones bajo la tenue mirada de bombillas cansadas dentro de faroles de metal.
Las puertas permanecen abiertas, invitando a pasar a la brisa sahariana nocturna, al transeunte a curiosear con su mirada al pasar frente a ellas y al vecino a unirse a una cena prevista para menos bocas de las que finalmente la degustan.
La hospitalidad, una vez mas, presente.

Así pasan los días en Chinguetti. Un lugar que me recuerda mucho al desierto del que yo vengo, donde no me costaría ningún trabajo vivir una temporada…

 

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Vivir con el desierto

 

Chinguetti se abre camino a codazos en medio del Sahara.
Los muros, asfixiados, se alzan a duras penas para respirar.
Moradas de adobe y piedra se mimetizan con la arena, que devora, literalmente, la ciudad.

El viento, amante del desierto, será por siempre su aliado incondicional.
Si se levanta sereno, elevará la arena y jugueteará travieso con ella.
Otras, enfurecido, se convierte en harmattan. La alzará violentamente para empujarla muy lejos.
Haciéndola llegar más allá del mar.

Recorriendo con paso lento y pesado algunas de sus calles aprendí a apreciar la sutil diferencia entre «vivir en el desierto» y «vivir con el desierto»
Entre tener un patio de dunas junto a tu casa que a veces pasan a saludar y se van, a que las dunas se asienten en el patio de tu casa para no marcharse mas.

Mi pequeño desierto de dunas es manso.
Acostumbrado a su propio territorio, descansa desde hace siglos en el mismo emplazamiento, conviviendo con los habitantes que conquistaron sus bordes y alzaron sus casas en ellos.
Mostrandoles su mas amable hostilidad.
Mi erg respeta espacios y aunque el viento rebelde alce la arena, después de un tiempo volverá a su lugar.

Este desierto, sin embargo, no entiende de límites. El Sáhara mauritano, irascible e indomable, avanza con firmeza hasta el mar.
Se aposenta en los patios de las casas, y se acomoda en ellas traspasando puertas y ventanas, devorando incluso sus huertos, llenándolo todo de su ser:
La arena.

En cualquier caso, eso si, quien decide asentarse en sus territorios debe aprender a convivir con él, con sus caprichosos cambios de humor, sus apacibles noches, los cielos mas oscuros y estrellados nunca vistos, y con sus bipolares cambios de humor.
Vivir con el desierto es desayunar amaneceres anaranjados y masticar su arena traviesa.

El desierto te acaricia los pies cuando está alegre.
Y te azota hasta el alma cuando enfurece.

 

 

 

 

Carretera y manta: sin fronteras (transahareando)

Este post forma parte de una serie temática llamada «Carretera y manta: Transahareando sin fronteras»
Empezó con una frontera cerrada y un viaje que se esfumaba, y finalizó con un gran viaje inesperado, salvaje e inolvidable.

Lee las publicaciones en orden aquí:

 

 

 

 

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